La profesión del abogado ha sido históricamente malinterpretada por el público en general. A menudo, se tiene la percepción de que un buen abogado es aquel que siempre garantiza resultados favorables, cuando en realidad la abogacía es una profesión de medios, no de resultados. Un abogado no puede controlar el resultado final de un juicio, pues depende de diversos factores, como la interpretación judicial, las pruebas presentadas, e incluso el azar. Lo que sí puede y debe hacer es utilizar todos los medios legales a su disposición para asegurar una defensa adecuada.
En esta línea, para el abogado un juicio puede ser simplemente un caso más en su carrera profesional, parte de su día a día. Sin embargo, para el cliente, ese juicio puede ser el evento más importante de su vida. Puede que ese caso implique la pérdida o salvación de su patrimonio, su libertad, o su reputación. Esta disparidad en la percepción del proceso judicial genera una gran tensión entre el cliente y su abogado, lo que a veces resulta en expectativas irreales por parte del cliente. El abogado, por su parte, debe manejar esta dinámica con sensibilidad, sabiendo que su cliente está emocionalmente involucrado en el resultado, mientras que él debe mantener la objetividad y el rigor técnico.
Uno de los mayores desafíos de la abogacía es la defensa del inocente. Paradójicamente, defender a una persona que no ha cometido el delito del que se le acusa puede ser más difícil que defender a alguien culpable. Las emociones, la presión y la urgencia moral de salvar a un inocente pueden generar un ambiente de desesperación, y a menudo las pruebas no son tan claras como uno desearía. La sociedad, por su parte, tiende a juzgar rápidamente, y es en ese contexto que el abogado debe enfrentar no solo al tribunal, sino también al juicio público. Además, los inocentes suelen estar más dispuestos a luchar hasta las últimas consecuencias, lo que puede hacer que los juicios se alarguen o se compliquen aún más.
Ahora, si entramos en el campo del derecho constitucional, se podría decir que un abogado constitucionalista es el equivalente a un neurólogo en la medicina. El neurólogo tiene la tarea de reparar el sistema nervioso cuando este ha sido dañado, a menudo por una larga serie de errores o problemas acumulados. De manera similar, un abogado constitucionalista interviene cuando los derechos fundamentales de una persona han sido vulnerados, y el daño ya está hecho. Solo después de un largo camino de injusticias o violaciones, el ciudadano se ve obligado a interponer una acción de amparo para intentar corregir lo que debería haberse resuelto mucho antes.
Un abogado constitucionalista, entonces, no solo debe conocer el derecho en su forma más técnica, sino que también debe tener una visión estratégica y una capacidad de análisis profundo para tratar de subsanar los desastres previos. En muchos casos, debe enfrentarse a sistemas que han perpetuado la injusticia durante años, y su papel es reconfigurar el mapa legal para restaurar el equilibrio de los derechos.
En resumen, la abogacía no es solo una cuestión de ganar o perder casos, sino de asegurar que se sigan los medios adecuados para procurar justicia. El abogado es, en esencia, un facilitador del proceso legal, un mediador entre el sistema y el ciudadano, siempre consciente de que, para su cliente, el juicio en curso puede ser lo más importante que le haya sucedido en la vida. Y cuando se trata del derecho constitucional, el desafío es aún mayor, ya que a menudo el abogado debe lidiar con problemas profundamente enraizados, intentando restaurar el estado de derecho en medio de desastres previos.